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martes, 13 de abril de 2010

Prólogo

Durante diez reuniones, entre enero y marzo del 2004, el doctor Héctor Krakov, un renombrado psicoanalista argentino, miembro titular de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires y un profesional con vasta experiencia en la problemática de pareja, condujo, en colaboración con la licenciada Roxana Lekerman, una serie de talleres para “solos” y “solas”. Los integrantes del grupo tenían entre 45 y 65 años, la mayoría eran separados, algunos eran viudos y un par de ellos eran solteros. El 80 por ciento de los participantes eran miembros de la colectividad judía.
De allí que los autores hayan elegido, como parte del título del libro, la palabra “tzures”, una expresión de origen hebreo que emigró al idish (y de allí a todas las lenguas habladas por los judíos ashkenazitas) y que significa penas, conflictos, disgustos, aflicciones.
El lamento por las ingratitudes de la vida tiene una larga y vigorosa presencia en la historia judía. Sin que esto implique una forma de exclusividad, puede decirse que los judíos han hecho del lamento una condición cultural y una pasión que han expresado consistentemente, desde las Lamentaciones de Jeremías hasta el peculiar quejido del clarinete en la música klezmer.
Como ante todas las situaciones específicamente judías, hay un chiste que ilustra notablemente esta afición y se refiere a un viejo judío que, a punto de comerse un sabroso arenque, piensa: “¡Oy, cómo me va a arder!” Insiste, no obstante, a comerlo y mientras lo hace, se lamenta” “!Oy, cómo me arde!” Cuando, por fin, termina de comérselo, suspira quejumbrosamente: “¡Oy, cómo me ardía!”
Las lamentaciones son consecuencia de disgustos, frustraciones y conflictos y para los participantes de los talleres - todos ellos sobrevivientes de fracasadas relaciones de pareja - el conflicto parece estar situado a mitad de camino entre el dolor por la experiencia truncada y el miedo frente a la posibilidad de que una nueva relación se convierta en la antesala de otro fracaso.
Pero la soledad y el deseo de remediarla no son propiedad de ningún grupo étnico, racial o religioso. Como Krakov advierte en uno de los intercambios, “armar un vínculo de pareja sexual lleva mucho tiempo e implica un conocimiento profundo de las características del otro.”
Héctor Krakov y yo hemos sido amigos entrañables desde nuestra adolescencia y aún viviendo en países y continentes diferentes, nos las ingeniamos para mantener esta amistad tan fresca y viva como si no hubiese mediado distancia. Todavía en la época en que conceptos como futuro, profesión y carrera eran para nosotros nociones mitológicas, él ya anunciaba que iba a ser médico y yo, que iba a ser escritor.
Tal vez porque nuestra perseverancia y una buena dosis de suerte hicieron que termináramos siendo aquellos que nos propusimos, fue que, ante la aparición de Otra vez en pareja. Nuevos vínculos, viejos tzures, Krakov pensó en mí como prologuista.
Obviamente, no tengo ninguna facultad para internarme en estos textos de una manera clínica, pero las relaciones humanas y sentimientos tan intensos como el amor, la ruptura, la pérdida, la soledad y el miedo son la materia fundamental con la que trabaja un escritor. Y es desde este punto de vista que puedo relacionarme confiablemente con los conceptos que conforman este libro.
Krakov dice en algún momento que “deben haber pocas relaciones generadoras de tanta violencia como son las de pareja. Una especie de caldo de cultivo, algo así como una olla a presión sin válvula de seguridad que, al explotar, arrasa con lo que haya en su camino.”
De hecho, buena parte de la literatura, el teatro y el cine se han nutrido de este principio. La existencia misma de una pareja constituye, en esencia, una situación fuertemente dramática. La decisión de convivir de dos personas que hasta entonces orbitaban en universos diferentes, no es una transición sino una fusión y todo proceso de fusión es, necesariamente, violento.
El amor posibilita que la violencia de la fusión se atempere y, en muchos casos, se torne imperceptible, pero a través del tiempo, la convivencia puede ir royendo esta capa de protección y el resentimiento, la animosidad y la violencia quedan expuestos con todas sus imprevisibles consecuencias.
Aún cuando imaginamos situaciones ficticias, los escritores nos preguntamos por qué dos personas están juntas. ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Qué espera el uno del otro? ¿Cuánto conceden? ¿Cuánto ocultan?
El amor, por supuesto, es el gran motivador, pero con más frecuencia de la deseable, no es el único. Muchas veces, una pareja se integra más por dejar de estar solos que por el deseo de estar juntos. Otras veces, se trata de una cuestión de conveniencia económica, de posición, de poder. Y a esta suerte de transacción cada una de las partes arrima su necesidad de dar y recibir afecto, su deseo de compartir, pero también su desconfianza, su prevención, su egoísmo y sus miedos.
La fusión nunca es total y son precisamente los elementos que cada uno deja afuera del espacio común los que eventualmente se convierten en detonantes de crisis.
Esto queda claramente expuesto en los intercambios entre Krakov y los participantes, cuando se hace referencia a “territorios”, que es lo que puede describirse como todo aquello que queda al margen del espacio común y a menudo se convierte en el escenario donde se desarrollan los juegos de poder donde las armas pueden ser el sexo, el dinero, la posición o la ventaja cultural.
Le preeminencia de cualquiera de estos elementos produce lo que Krakov denomina “una asimetría” en la pareja. “El que está en posición ganadora – dice - tiene el firme convencimiento que domina la situación. Por lo cual su mundo va a prevalecer sobre el del otro, y ese va a ser incluido, incorporado, absorbido como perteneciente al mundo propio. En este proceso el otro pierde su condición de tal, su condición de sujeto, y pasa a ser un elemento más del mundo del que detenta el poder, un simple objeto de su mundo.”
La conformación de una pareja es, al mismo tiempo, el fin de la búsqueda y la aceptación de las limitaciones de esa búsqueda, el fin de la fantasía y el comienzo de la realidad. Es, en definitiva, un pacto donde cada uno acepta una medida de pérdida de sus fueros en beneficio de una variedad de beneficios y posibilidades comunes. Y es este delicado equilibrio entre las expectativas y los renunciamientos lo que confiere a la pareja su rico potencial dramático.
Asistir, desde la lectura, a estos encuentros configura una experiencia memorable, como es memorable todo aquello que nos pone frente al gran misterio de las relaciones humanas.
Yo me he aproximado al teatro y al periodismo como campos de dilucidación de estos misterios y Krakov lo ha hecho desde el psicoanálisis. Pero las preguntas esenciales siguen siendo las mismas. ¿Quién es uno? ¿Quién es el otro? ¿Cómo nos acercamos? ¿Cómo nos vinculamos? ¿Cómo amamos? ¿Por qué nos pasa lo que nos pasa?
Y éstas no son meramente preguntas hipotéticas sino cuestionamientos vivenciales que llegan envueltos en dolor, en desgarramiento, en angustia, en toda esa paleta de pasiones que colorean el universo emocional.
Ante una audiencia cargada de inquietudes y preguntas, Krakov elabora reflexiones con una admirable inteligencia, una aguda perspicacia y una conmovedora comprensión, donde lo que siempre prevalece es la posibilidad, la esperanza.
El resultado es una obra que resulta terapéutica sin proponérselo, un intercambio fascinante que alcanza el raro mérito de convertirse en la caja de resonancia de nuestras dudas, de nuestras vacilaciones, de nuestros miedos.
“La potencia del vínculo con otro, aunque sea inquietante pensarlo así, es parte de lo que produce nuestro futuro de modo impredecible”, dice Krakov. Y es esta cualidad de lo misterioso, de lo arcano, lo que hace de la relación afectiva una aventura asombrosa.

Mario Diament
Miami, septiembre del 2004

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